lunes, 11 de octubre de 2010

La construcción del espejo (I)

Por Johanna L.  



¿Podríamos hablar de una arquitectura propia del emigrante, del transterrado, del extranjero? ¿Podemos identificar a partir del espacio, ese inmenso esfuerzo que implica la construcción y reconstrucción mentales de un origen, cuya verosimilitud se va desvaneciendo día a día entre lo que se imagina que es o fue y  lo que debería de ser? Más allá de la obra edificada y del personaje, ¿tenemos huellas de su existencia? Aquello que Juan Carlos Onetti definió en  La vida breve como  “una maniática  tarea de construir eternidades con elementos hechos de fugacidad, tránsito y olvido”.
No - o al menos no del todo -si nos limitamos a entender la arquitectura como un problema de formas, de taxonomías, de fachadas o de textos en piedra de proféticos exégetas. Pensar en términos estilísticos sobre las arquitecturas mexicanas producto de la emigración –sean éstas el aporte de un imaginario al nuevo contexto cultural o su adaptación a éste –es someterles a un reduccionismo estético insostenible. Poco se aporta al estudio de estos complejos imaginarios culturales, el taxonomizarles como arquitecturas extranjeras, híbridas o incluirles en el cajón de sastre de una visión que sólo reconoce “neos” e “ismos” para explicar la porosa frontera que en los fenómenos migratorios define al nosotros y al otro.






© Johanna Lozoya
Tampoco es un asunto de valores compositivos y verdades canónicas. Suponer que un espacio simétrico, por ejemplo, es más democrático que uno asimétrico o que la monumentalidad es fascista y el minimalismo es “moderno” es un absurdo.  No hay tal, la arquitectura en cuanto a materia es en si misma neutra. Más allá de la materia, de la edificación misma que perfila cualquier horizonte espacial, la arquitectura es principalmente una mirada y una apuesta intelectual. Es decir, una invención cultural que carga de sentido a un selección de formas sin nombre ni apellido a partir de la cual se construye una narrativa. Las arquitecturas mexicanas producto de la migración no son un catálogo de nuevas y extrañas edificaciones, sino la construcción de una mirada frente a un espejo: la del emigrante que se reconfigura.
Si esto es así, ¿podemos entonces reconocer en el espacio la representación de esta reconfiguración? Pienso que sí, en términos primarios. Es usual que la comunidad o el individuo emigrantes se reconfiguren bajo la creencia de poseer imaginarios identitarios esenciales que se pierden en la profundidad del tiempo. La fe en las tradiciones y costumbres nacionales o regionales, religiosas y familiares se resguarda en la reconfiguración y puede expresarse espacialmente de múltiples y reconocibles maneras. La taxonomización estilística y tipológica, en buena medida, echa mano de esta primaria reproducción de imaginarios identitarios. 

Ahora bien, bajo mi punto de vista hay un fenómeno de invención identitaria a partir del espacio del emigrante mucho más interesante y compleja: la reconfiguración de este imaginario como la construcción de una red. Una, en la que el imaginario del emigrante y del mundo cultural que le acoge, se reinventan mutuamente.  
Partamos de la siguiente idea: la reconfiguración de la mirada del emigrante no es un fenómeno privado detonado a intramuros de un espacio. La dinámica implica al otro y a su mundo cultural. Depende de la porosidad de las fronteras entre ambos mundos la capacidad de adaptación de unos y la capacidad de incorporación de otros. Pero éste es un tránsito de imaginarios de ida y vuelta; llamémosle así. Un tránsito en el que la arquitectura no es sólo representación de un imaginario, sino una detonadora de imaginarios. 
 En principio, esta idea puede no ser especialmente novedosa. Ya en los años setenta el arquitecto norteamericano Bernard Tschumi y buena parte de su generación, pensó arquitectura como "un detonador de acontecimientos": un actor político capaz de alterar a la sociedad y a sus estructuras. Una conceptualización ontológica del espacio que a principios del siglo XX también se puede encontrar en el pensamiento de Paul Scheerbart. Éste artista del Expresionismo alemán reflexionó sobre el impacto social de las nuevas construcciones de cristal en las ciudades europeas y concluyó que la influencia del entorno espacial en el desarrollo de la cultura era tan fundamental, que para elevar a ésta última a un nivel superior, la arquitectura debía obligatoriamente transformarse. “Nuestra cultura es en gran medida el producto de nuestra arquitectura" escribe en Glasarchitekture (1914). Se puede considerar, por ejemplo, que como un actor-detonador político, la arquitectura de la emigración no sólo representa cultura sino que también la crea: provee de múltiples imaginarios culturales, inventa ciudad, constituye redes e imagina comunidad. 

Ahora bien, esta arquitectura, como se ha señalado, es producto de un imaginario identitario en un particular proceso de transformación. Un proceso en el cual participan  los imaginarios del emigrante y aquellos del lugar y cultura en los que se encuentra emplazado la nueva comunidad o individuo. La construcción del espejo a partir de la arquitectura es, entonces, el tránsito de estos espacios/actor que alteran y crean cultura en ambos sentidos. Si concedemos que las fronteras entre lo extranjero y lo propio  no son esencias identitarias fijas sino dinámicas de mutua construcción de cultura, podríamos preguntarnos de qué depende la mayor o menor porosidad de estas fronteras. Esto es decir, en qué depende la mayor o menor reconfiguración identitaria de ambos mundos.
Aventuro una hipótesis: depende de las redes que participan en la existencia de esos imaginarios reconfigurados. Es decir, en todos aquellos elementos a través de los cuáles el imaginario identitario a partir de la arquitectura es un proceso.

(continúa en siguiente entrada )


fragmento de Johanna Lozoya, "La construcción del espejo. Reflexiones sobre inmigración y arquitectura", en Los mexicanos que nos dio el mundo, 2010.